Sobre chistes cortos
1. Humor, humorismo, comicidad, chiste
Se dice que es cómico todo aquello (personas, cosas, hechos, dichos...) que muestra capacidad de divertir o de excitar la risa, incluso si no tenía intención inicial de hacerlo. Y digo bien: que muestra tal capacidad, y no que simplemente la posee. En lo cómico (sust. o adj.) trasladamos la comicidad del terreno de la abstracción al de la realización. Puede haber (o no) comicidad en un resbalón inoportuno; pero un resbalón sólo es cómico cuando ha ocurrido en unas circunstancias determinadas y provocado risa. Dos maestros del humor gráfico, Mingote y Forges(1), improvisadamente y al alimón (en abierta colaboración coloquial), lo han descrito con gracia y (casi) precisión de chistes cortos y buenos
—Uno va por la calle, se cae: eso es lo cómico.
—...Lo humorístico es lo que dice después el tío...
En cualquier caso, como afirma Julio Casares (1961, p. 31), "en el fondo de todo proceso humorístico está lo cómico como sustrato". Pero sólo como sustrato realizador de la comicidad; porque, frente a ésta, definida como "capacidad", el humorismo es siempre el fruto de un acto intencional: el resultado de la intención de ser/resultar (más o menos) cómico. En su mayoría, los diccionarios lo definen como "género de ironía", pero este uso —nos parece— no se corresponde con el común en nuestros días, en que se considera humorista (y ésta es toda una profesión en alza) al poseedor de una especial "manera de enjuiciar, afrontar y comentar las situaciones con cierto distanciamiento ingenioso, burlón y, aunque sea en apariencia, ligero"(2). Y esta vez la definición nos parece ajustada; podríamos, si acaso, añadirle una precisión para mayor claridad: es humorista aquel que, poseyendo tal "manera especial de...", hace uso de ella con la clara intención de resultar "cómico" o, al menos, de que tal disposición se le reconozca públicamente y se disfrute (otros disfruten) de ella.
Mi vecino es una buena persona; percibe con envidiable claridad ese lado insólito que todas las cosas (incluso las más cotidianas) tienen; no se altera innecesariamente y parece (moderadamente) optimista; hace comentarios agudos y oportunos y sabe intercalar chistes con gracia y prudencia; además, aguanta con una sonrisa cómplice las pesadas bromas que le gastan sus hijos el día de los Santos Inocentes y nos sorprende con frecuencia por su forma original de enfrentarse con la vida... Pero nadie diría de un vecino así que es un humorista (salvo que actuara, por ejemplo, en televisión, para hacernos así intencional y públicamente partícipes de su capacidad); nos limitaríamos, más bien, a describirlo como alguien que tiene un gran (y acaso peculiar) sentido del humor.
Se dice que es cómico todo aquello (personas, cosas, hechos, dichos...) que muestra capacidad de divertir o de excitar la risa, incluso si no tenía intención inicial de hacerlo. Y digo bien: que muestra tal capacidad, y no que simplemente la posee. En lo cómico (sust. o adj.) trasladamos la comicidad del terreno de la abstracción al de la realización. Puede haber (o no) comicidad en un resbalón inoportuno; pero un resbalón sólo es cómico cuando ha ocurrido en unas circunstancias determinadas y provocado risa. Dos maestros del humor gráfico, Mingote y Forges(1), improvisadamente y al alimón (en abierta colaboración coloquial), lo han descrito con gracia y (casi) precisión de chistes cortos y buenos
—Uno va por la calle, se cae: eso es lo cómico.
—...Lo humorístico es lo que dice después el tío...
En cualquier caso, como afirma Julio Casares (1961, p. 31), "en el fondo de todo proceso humorístico está lo cómico como sustrato". Pero sólo como sustrato realizador de la comicidad; porque, frente a ésta, definida como "capacidad", el humorismo es siempre el fruto de un acto intencional: el resultado de la intención de ser/resultar (más o menos) cómico. En su mayoría, los diccionarios lo definen como "género de ironía", pero este uso —nos parece— no se corresponde con el común en nuestros días, en que se considera humorista (y ésta es toda una profesión en alza) al poseedor de una especial "manera de enjuiciar, afrontar y comentar las situaciones con cierto distanciamiento ingenioso, burlón y, aunque sea en apariencia, ligero"(2). Y esta vez la definición nos parece ajustada; podríamos, si acaso, añadirle una precisión para mayor claridad: es humorista aquel que, poseyendo tal "manera especial de...", hace uso de ella con la clara intención de resultar "cómico" o, al menos, de que tal disposición se le reconozca públicamente y se disfrute (otros disfruten) de ella.
Mi vecino es una buena persona; percibe con envidiable claridad ese lado insólito que todas las cosas (incluso las más cotidianas) tienen; no se altera innecesariamente y parece (moderadamente) optimista; hace comentarios agudos y oportunos y sabe intercalar chistes con gracia y prudencia; además, aguanta con una sonrisa cómplice las pesadas bromas que le gastan sus hijos el día de los Santos Inocentes y nos sorprende con frecuencia por su forma original de enfrentarse con la vida... Pero nadie diría de un vecino así que es un humorista (salvo que actuara, por ejemplo, en televisión, para hacernos así intencional y públicamente partícipes de su capacidad); nos limitaríamos, más bien, a describirlo como alguien que tiene un gran (y acaso peculiar) sentido del humor.
Samaritanos de Hoy
Casi no la había visto. Era una señora chistes cortos anciana con su auto varado en el camino. El día estaba frío, lluvioso y gris, pero Alberto se pudo dar cuenta de que la anciana necesitaba ayuda. Estacionó su vetusto Pontiac delante del Mercedes de la anciana quien aún estaba tosiendo cuando se le acercó. Aunque con una sonrisa nerviosa en el rostro, se dio cuenta de que ella estaba preocupada. Nadie se había detenido desde hacía más de una hora cuando se había varado en aquella transitada carretera. Para la anciana, ese hom-bre que se aproximaba no tenía muy buen aspecto y más bien podría tratarse de un de-lincuente. Gomo no había nada para evitarlo estaba a su merced. El hombre se veía pobre y hambriento. Alberto pudo percibir la situación.
Dado que el rostro de la mujer reflejaba cierto temor, se adelantó a tomar la iniciativa en el diálogo. —Estoy para ayudarla, señora. Entre en su vehículo para que no se enfríe. Mi nombre es Alberto. Aunque se trataba de un neumático bajo, para la anciana se trataba de una situación di-fícil. Mientras Alberto arreglaba el vehículo, la anciana le contó de dónde venía y que tan sólo estaba de paso por allí. Cuando Alberto terminó de arreglar la llanta, ella le preguntó cuánto le debía. Él no había pensado en el dinero. Para él sólo se trataba de ayudar a alguien en un momento de necesidad: era su mejor forma de pagar por las veces que a él, a su vez, lo habían ayudado cuando se encontraba en situaciones similares. Alberto estaba acostumbrado a vivir así.
Entonces le respondió a la anciana que si quería pagarle, la mejor manera de hacerlo sería hacer lo mismo: la próxima vez que viera a alguien en necesidad y estuviera a su alcance el poder asistirlo, lo hiciera de manera desin-teresada. Alberto esperó que la señora se fuera. Entró en su coche y se fue Unos kilómetros más adelante, la señora divisó una pequeña cafetería. Pensó que sería bueno quitarse el frío con una taza de café caliente y una rosquilla antes de emprender el último tramo de su viaje. Se trataba de un pequeño lugar un poco arruinado. Afuera se veían dos bombas viejas de combustible que no se habían usado en años. sobre bromas
Al entrar, se fijó en el interior y observó que la caja registradora se parecía a aquellas de piñones que se usaron cuando estaba joven. Una amable camarera se le acercó y le ex-tendió una toalla de papel para que se secara el cabello, mojado por la lluvia. La chica tenía un rostro agradable, con una agraciada sonrisa, aquel tipo de sonrisa que no se borra aunque estuviera muchas horas de pie. La anciana notó que la camarera tendría como ocho meses de embarazo y, sin embargo, esto no le hacía cambiar su simpática actitud hacia los clientes. Pensó en la gente que tiene tan poco pero puede ser generosa con los extraños. Entonces se acordó de Alberto. Luego de terminar su café caliente y su comida, le pagó a la camarera el precio de la cuenta con un billete de 10 dólares. Cuando la muchacha regresó con el cambio, constató que la señora se había ido. Pretendió alcanzarla para darle las vueltas. Pero al correr hacía la puerta vio, en la mesa donde la anciana estaba, algo escrito en una servilleta de papel al lado de cuatro billetes de 50 dólares.
Los ojos se le llenaron de lágrimas cuando leyó la nota: “No me debes nada, yo estuve una vez como tú estás. Alguien me ayudó como hoy te estoy ayudando a ti. Y si quieres agradecerme, esto es lo que puedes hacer: no dejes de ayudar y ser una bendición para otros, como hoy lo hago contigo. Continúa dando tu amor y tu simpatía, y no permitas que esta cadena de bendiciones se rompa”. Aunque había mesas que limpiar y azuca-reras que llenar, aquél día se le fue volando a la camarera.
Esa noche, ya en su casa, mien-tras entraba calladamente en su cama para no despertar a su agotado esposo que debía levantarse muy temprano, pensó en lo que la anciana había hecho con ella... ¿Cómo habría adivinado ella las necesidades que tenía con su esposo, y los problemas económicos que estaban pasando con la llegada del bebé? La muchacha era consciente de lo preocupado que estaba su esposo por su situación y quería contarle ahí mismo lo sucedido.
Lo encontró profundamente dormido. Se acercó suavemente hacia él, para no despertarlo, mientras lo besaba tiernamente y le susurraba al oído: —Todo va a estar bien, Alberto, te amo... ¿No será que, de alguna, manera, toda acción bondadosa se devuelve al que la hace? ¿Cuántas veces podemos confirmar que la generosidad de una persona con las cosas, de-muestra su generosidad con el afecto? Haz el bien, y no mires a quién.
Dado que el rostro de la mujer reflejaba cierto temor, se adelantó a tomar la iniciativa en el diálogo. —Estoy para ayudarla, señora. Entre en su vehículo para que no se enfríe. Mi nombre es Alberto. Aunque se trataba de un neumático bajo, para la anciana se trataba de una situación di-fícil. Mientras Alberto arreglaba el vehículo, la anciana le contó de dónde venía y que tan sólo estaba de paso por allí. Cuando Alberto terminó de arreglar la llanta, ella le preguntó cuánto le debía. Él no había pensado en el dinero. Para él sólo se trataba de ayudar a alguien en un momento de necesidad: era su mejor forma de pagar por las veces que a él, a su vez, lo habían ayudado cuando se encontraba en situaciones similares. Alberto estaba acostumbrado a vivir así.
Entonces le respondió a la anciana que si quería pagarle, la mejor manera de hacerlo sería hacer lo mismo: la próxima vez que viera a alguien en necesidad y estuviera a su alcance el poder asistirlo, lo hiciera de manera desin-teresada. Alberto esperó que la señora se fuera. Entró en su coche y se fue Unos kilómetros más adelante, la señora divisó una pequeña cafetería. Pensó que sería bueno quitarse el frío con una taza de café caliente y una rosquilla antes de emprender el último tramo de su viaje. Se trataba de un pequeño lugar un poco arruinado. Afuera se veían dos bombas viejas de combustible que no se habían usado en años. sobre bromas
Al entrar, se fijó en el interior y observó que la caja registradora se parecía a aquellas de piñones que se usaron cuando estaba joven. Una amable camarera se le acercó y le ex-tendió una toalla de papel para que se secara el cabello, mojado por la lluvia. La chica tenía un rostro agradable, con una agraciada sonrisa, aquel tipo de sonrisa que no se borra aunque estuviera muchas horas de pie. La anciana notó que la camarera tendría como ocho meses de embarazo y, sin embargo, esto no le hacía cambiar su simpática actitud hacia los clientes. Pensó en la gente que tiene tan poco pero puede ser generosa con los extraños. Entonces se acordó de Alberto. Luego de terminar su café caliente y su comida, le pagó a la camarera el precio de la cuenta con un billete de 10 dólares. Cuando la muchacha regresó con el cambio, constató que la señora se había ido. Pretendió alcanzarla para darle las vueltas. Pero al correr hacía la puerta vio, en la mesa donde la anciana estaba, algo escrito en una servilleta de papel al lado de cuatro billetes de 50 dólares.
Los ojos se le llenaron de lágrimas cuando leyó la nota: “No me debes nada, yo estuve una vez como tú estás. Alguien me ayudó como hoy te estoy ayudando a ti. Y si quieres agradecerme, esto es lo que puedes hacer: no dejes de ayudar y ser una bendición para otros, como hoy lo hago contigo. Continúa dando tu amor y tu simpatía, y no permitas que esta cadena de bendiciones se rompa”. Aunque había mesas que limpiar y azuca-reras que llenar, aquél día se le fue volando a la camarera.
Esa noche, ya en su casa, mien-tras entraba calladamente en su cama para no despertar a su agotado esposo que debía levantarse muy temprano, pensó en lo que la anciana había hecho con ella... ¿Cómo habría adivinado ella las necesidades que tenía con su esposo, y los problemas económicos que estaban pasando con la llegada del bebé? La muchacha era consciente de lo preocupado que estaba su esposo por su situación y quería contarle ahí mismo lo sucedido.
Lo encontró profundamente dormido. Se acercó suavemente hacia él, para no despertarlo, mientras lo besaba tiernamente y le susurraba al oído: —Todo va a estar bien, Alberto, te amo... ¿No será que, de alguna, manera, toda acción bondadosa se devuelve al que la hace? ¿Cuántas veces podemos confirmar que la generosidad de una persona con las cosas, de-muestra su generosidad con el afecto? Haz el bien, y no mires a quién.
El Papel Arrugado
Contaba un predicador que, cuando era niño, su carácter impulsivo lo hacía estallar en cólera a la menor provocación. Luego de que sucedía, casi siempre se sentía avergonzado y batallaba por pedir excusas a quien había ofendido. Un día su maestro, que lo vio dando justificaciones después de una explosión de ira a uno de sus compañeros de clase, lo llevó al salón, le entregó una hoja de papel lisa y le dijo: —¡Arrúgalo!
El muchacho, no sin cierta sorpresa, obedeció e hizo con el papel una bolita. —Ahora —volvió a decirle el maestro— dé-jalo como estaba antes. Por supuesto que no pudo dejarlo como estaba. Por más que trataba, el papel siempre permanecía lleno de pliegues y de arrugas. Entonces el maestro remató diciendo: —El corazón de las personas es como ese papel. La huella que dejas con tu ofensa será tan difícil de borrar como esas arrugas y esos pliegues. Así aprendió a ser más comprensivo y más paciente, recordando, cuando está a punto de estallar, el ejemplo del papel arrugado. ¿Recuerdas que alguien dijo una vez: «habla cuando tus palabras sean tan suaves como el silencio»? Muchas personas se jactan de ser francas, y que dicen las cosas con independencia del sentimiento de los demás. ¿No son ellas fabricantes de papeles arrugados por dondequiera que pasan?
El muchacho, no sin cierta sorpresa, obedeció e hizo con el papel una bolita. —Ahora —volvió a decirle el maestro— dé-jalo como estaba antes. Por supuesto que no pudo dejarlo como estaba. Por más que trataba, el papel siempre permanecía lleno de pliegues y de arrugas. Entonces el maestro remató diciendo: —El corazón de las personas es como ese papel. La huella que dejas con tu ofensa será tan difícil de borrar como esas arrugas y esos pliegues. Así aprendió a ser más comprensivo y más paciente, recordando, cuando está a punto de estallar, el ejemplo del papel arrugado. ¿Recuerdas que alguien dijo una vez: «habla cuando tus palabras sean tan suaves como el silencio»? Muchas personas se jactan de ser francas, y que dicen las cosas con independencia del sentimiento de los demás. ¿No son ellas fabricantes de papeles arrugados por dondequiera que pasan?